Cerati y Ella

20/2/11


Confieso que no soy de los fanáticos más antiguos. No crecí escuchando Soda ni nada por el estilo. Es más, llegué a ser el típico ignorante que sólo conocía Música Ligera gracias a la “Hora loca” de los cumpleaños y de los matrimonios. ¿Perdonar es divino?


A Ella y a Cerati los conocí con pocos días de diferencia, tal vez horas. Ella desafinaba una canción mientras escribía un ensayo de historia y yo, siempre curioso, pregunté lo qué intentaba cantar sólo para buscar conversación: “¡Paseo inmoral de Gustavo Cerati!” Me contestó en el acto y sin dejar de tararear.

No estoy del todo claro si en ese instante comenzó mi terrible y cambiante paseo inmoral acompañado de mi nueva amiga, sólo sé que esa misma noche me descargué la discografía entera del maestro. Una de las mejores formas de conocer cómo es realmente una mujer es a través de la música que escucha.

Ella hablaba de su ídolo cada vez que tenía la oportunidad. Se sabía absolutamente todas sus letras, los detalles más absurdos de su vida y pasaba todo el maldito día escuchándolo sin cansarse. Sus ojos expresaban amor, admiración y devoción absoluta por Cerati y por eso llegué a odiarlo de la manera más absurda. Asumo que una figura etérea, lejana, inalcanzable y a cientos de kilómetros de distancia, me hacía sentir los celos más tontos e infantiles. Yo la quise incoherentemente sin conocerla demasiado – tal vez aún la quiero – y no me quedó de otra que tratar de ignorar mi necedad. 

Gustavo se presentó como un paseo inmoral y gracias a Ella se convirtió en una cicatriz en mí. Más allá de mi supuesta molestia, el fondo musical de nuestros viajes por la vida estaba conformado por todas y cada una de las composiciones del argentino. ¿Cómo luchar contra semejante corriente ceratiana? Ella cantaba y cantaba y yo me burlaba de lo mal que lo hacía. No obstante, disfrutaba escucharla – casi como molestarla – y me sentía fuera de contexto sin sus alaridos desafinados. Me encantaba estar con Ella aunque al final siempre terminábamos haciendo lo mismo: dos o tres cigarros en el parque de siempre; y entre cada bocanada, sin darme cuenta, empecé a sentir como propias las líricas del otrora vocalista de Soda Stereo: una canción para cada sentimiento, para cada historia, para cada circunstancia e inclusive para Ella.

Ortega y Gasset lo describió como un estado de imbecilidad transitoria, yo lo definiría como el estado perfecto y la razón fundamental de la existencia. Sin duda, Ella era la dueña de todos mis pensamientos, el lugar de salida, el sonido del disparo que anunciaba la partida, la pista de carrera, la meta, el final de fotografía y el premio definitivo. Inclusive su esencia conformaba el público que aclamaba mi éxito y gritaba mi nombre completo hasta perder la voz. ¡Realmente me hacía sentir vivo!     

Le regalé Ahí vamos apenas me enteré que estaba disponible en las tiendas. El mismo día, dando vueltas por Caracas, Ella empezó a explicarme el argumento de los 13 temas del disco. La excepción fue amor a primera vista, Adiós me hizo dudar sobre la absurda situación – ¿hasta cuándo iba a durar? - y Me quedo aquí me terminó de convencer de que estaba en el lugar donde tenía que estar y que con Ella siempre era posible empezar desde cero aunque todo se fuera a pique, un continuo comienzo. Lago en el cielo la ratificó como el paisaje más soñado y gracias a ello, después de dos años y medio, le hice saber que arreglé mis diferencias con Gustavo Cerati. Recuerdo cada una de esas imágenes que hicieron historia por sí mismas, me gastaría la vida entera contándolas. ¡Cosas imposibles!

Primero fue el concierto en el anfiteatro del Centro Sambil, después el regreso de Soda Stereo en La Rinconada. Mientras tanto, las ocupaciones, la falta de canas y otra serie de razones tontas y sin sentido hicieron que los cigarros en el parque de siempre se hicieran cada vez menos frecuentes. Yo jugaba a la aburrida tranquilidad de estar lejos de Ella, a refugiarme en el vacío lejos de su nombre y su rostro y a cambiar su compañía por exceso de trabajo o por ambiciones de dinero y reconocimiento. Pero Ella seguía ahí, presente en la música que escuchaba en la oficina para no escuchar las idioteces de mi jefe, en la ventana panorámica de mi habitación donde Ella solía fumar a escondidas de mis padres, en el parque de siempre y en las tres o cuatro fotos que tenía pegadas en el corcho. ¿Ella usó mi cabeza como un revolver?

De vez en cuando se me escapaba su nombre por equivocación. Fue muy complicado mantenerme a distancia y romper vínculos. Sin embargo, siempre dejábamos las pistas suficientes como para saber el uno del otro. No estoy del claro si lo hacíamos – y todavía lo hacemos- con algún tipo de intención inconsciente. La odié muchas veces pero también estoy claro que la quise – y tal vez aún la quiero – muchas veces más.

La volví a ver después de más de seis meses, en un banquito del viejo parque, el juego de apelar a la antipatía no duró más de diez minutos. Ella estudiaba, o al menos hacía la pantomima, yo seguía creyendo en sus ojos como el primer día. Al rato, nos despedimos con sabor a puntos suspensivos.

Los puntos suspensivos se convirtieron en puntos y comas, los puntos y comas en puntos y seguidos. Ella y yo estábamos en párrafos distintos aunque todavía existían ciertas ideas principales que nos mantenían unidos en la distancia más allá de los terceros y de las circunstancias.

El exceso de trabajo conllevó más dinero, las publicaciones cierto reconocimiento, las reuniones en la esquina con los amigos de la infancia se trasladaron a los grandes salones de fiesta de los hoteles cinco estrellas. Decidí dejarme la barba y hasta asomaron las canas, ya no había tiempo para las barras y las paralelas y los kilos de más entraron en la escena. Aparecieron cientos de miles de mujeres de todas las formas y modos, pero ninguna sabía volar como Ella y en menos de cinco minutos me aburría por completo. Ella estaba a un millón de años luz de casa pero, irónicamente, sólo a una llamada telefónica o a un click.

Traté de escaparme, de borrar todas las huellas que había dejado en Internet, me alejé de la literatura por temor a conseguírmela entre las imágenes de Shakespeare, Neruda o Rimbaud, dejé de fumar por miedo a que el humo del cigarro formara su figura y dejé de beber para evitar anhelar su compañía o mencionarla fuera de contexto. Ella aparecía cuando le daba la gana – siempre me encontraba – y mis manos sudaban y la taquicardia salía a relucir exactamente igual a la primera vez que la vi. Quizás estemos condenados al eterno retorno de lo idéntico, como dijo Nietzsche.

La única razón lógica para no ir al concierto de Fuerza Natural en la Universidad Simón Bolívar fue el temor de topármela entre la multitud. Cerati en vivo, Ella, cada una de las notas tatuadas en ese pentagrama capaces de revivir – o más bien de reactivar – todas y cada una de las emociones que venía intentando negar – o postergar – durante más de cinco años. Busqué la más mínima excusa para evitar comprar la entrada y fui exitoso, lamentablemente. Cerati y Ella eran sinónimos en mi inconsciente y estar los tres en el mismo sitio podría significar un colapso total y definitivo. Ella era mi verdad y me daba pánico aceptarlo.

Cuando me enteré lo del accidente cerebro vascular y que Gustavo había caído en estado de coma me sentí asquerosamente culpable. Mis cuerdas vocales, que ya estaban deterioradas por esa vieja infección mal curada, estuvieron a punto de estallar por cantar sus canciones con todas mis fuerzas.

Pensé en Ella y lo destrozada que estaría por el terrible destino de Cerati. Tenía la necesidad de escribirle, de saber que estaba bien. Quería estar a su lado para secarle las lágrimas y hacer el intento de hacerla reír. La quería – tal vez aún la quiero – y mi prioridad número uno era su felicidad.

Hoy, después de tantos años luego del primer día, mientras canto canciones del maestro Cerati a todo pulmón, sin importar mis problemas en la garganta, es inevitable revivir cada una de las palabras y las acciones de Ella, todas adaptadas perfectamente a las composiciones del argentino.

Quiero romper la barrera del sonido y que el estruendo de mis pensamientos se escuche por toda Caracas. Supongo que hay otras formas de opacar el bullicio típico de la ciudad, pero hoy sólo tengo ganas de cantar. Estoy consciente de que mientras más canto más se deteriora mi voz. Sin embargo, no es momento de pensar en la disfonía de mañana sino en el fuerte alarido que estoy soltando asomándome por mi ventana panorámica. Tal vez, pretendo que Ella lo escuche a lo lejos y regrese en forma inesperada, como siempre.

Ella sigue ahí – siempre amé su locura - silente, ausente, indiferente pero cercana a su estilo. Lo que siento por Ella está intacto, presente pero esperando despertar… Como Gustavo.

1 comentarios :

Ricardo Barbar dijo...

Entre tantas cosas que he leído, esto está realmente hermoso. Soy fanático de Cerati, del amor, de la locura apasionante de la vida, y conjugando ambas me deleité... Genial, hermoso, ¡fuerza genio!

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